Por fin. Ya está aquí, ya ha llegado… La
feria. Esos días de verano en los que el pueblo se llena de colores y alegría,
donde la música suena por todas partes y el ambiente de fiesta se hace llegar
más allá de tu pueblo, atrayendo a mucha más gente.
Cada
año espero impaciente la llegada de estos diez días. Llevo yendo a la feria
desde que tengo memoria: con mis padres, mis abuelos, mis amigos… Siempre he
ido con alguien, porque la feria no se inventó para ir solo sino para pasarlo
bien en compañía.
Sin embargo, me he dado cuenta que desde
hace unos cuantos años, espero con más ganas la llegada de la feria. Contaba
los días que quedaban para montarme en las atracciones, para salir con mis
amigos hasta altas horas de la noche, para ponerme hasta arriba de algodón de
azúcar… Contaba los días que quedaban para verle a él. El chico del canguro
loco, como suelo llamarle.
La primera vez que le vi, creo que yo
tendría unos diez años y era la primera vez que me montaba en la atracción El
Canguro Loco. Tenía mucho miedo, ya que esos brazos que giraban, subían,
bajaban y daban vueltas sin parar, me intimidaban muchísimo. De todas formas
quise subir y eso hice. Me senté al lado de mi madre que, tras mucho insistir,
accedió a subir conmigo. Observé cómo el revisor pedía los tickets y se
aseguraba de que todo estuviera listo. Antes de que la atracción se pusiera en
marcha, vi cómo un niño de mi edad se sentaba en los asientos de delante.
Cuando ya estaba sentado, se dio la vuelta y se me quedó mirando fijamente con
sus ojos oscuros. Después, empezó a reírse a carcajada limpia de mí. Supongo
que mi cara debió de ser un poema aquel día, ya que tenía mucho miedo, pero el
hecho de ver a ese niño reírse de mi temor, me dio fuerzas para no ponerme a
gimotear y para soltarme del brazo de mi madre. Lo miré desafiante y le saqué
la lengua, gesto que él me devolvió.
Entonces, la atracción empezó a dar vueltas
lentamente y ese niño fijó su vista al frente. Al principio, iba bien, no tenía
miedo, pero cuando el brazo en el que estábamos mi madre y yo comenzó a subir y
a bajar, un grito salió de mis labios y sin poder evitarlo, me agarré a mi
madre mientras intentaba no soltarme de la barra de seguridad. Al oír mi grito,
ese niño se dio de nuevo la vuelta y, al verme tan asustada, volvió a reír. Me
enfadé mucho con él, tanto que tuve ganas de llorar, pero claro, no quería
darle el gusto a ese mocoso de verme así.
Al final me lo pasé bien y me gustó El
Canguro Loco, pero me irritaba que ese niño se hubiera dado la vuelta
constantemente para mirarme y reírse de mí.
Al día siguiente, volví a montar y al otro
también. El Canguro Loco se convirtió en mi atracción favorita, pero cada vez
que me montaba, ese niño de pelo negro, también.
No tardé en descubrir que él era
hijo de los dueños de la atracción, por lo que podía subirse siempre que
quisiera y sin pagar, lo que al principio me dio mucha envidia.
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