lunes, 26 de agosto de 2013

Una historia de feria (parte 1)

    Por fin. Ya está aquí, ya ha llegado… La feria. Esos días de verano en los que el pueblo se llena de colores y alegría, donde la música suena por todas partes y el ambiente de fiesta se hace llegar más allá de tu pueblo, atrayendo a mucha más gente.

    Cada año espero impaciente la llegada de estos diez días. Llevo yendo a la feria desde que tengo memoria: con mis padres, mis abuelos, mis amigos… Siempre he ido con alguien, porque la feria no se inventó para ir solo sino para pasarlo bien en compañía.
    Sin embargo, me he dado cuenta que desde hace unos cuantos años, espero con más ganas la llegada de la feria. Contaba los días que quedaban para montarme en las atracciones, para salir con mis amigos hasta altas horas de la noche, para ponerme hasta arriba de algodón de azúcar… Contaba los días que quedaban para verle a él. El chico del canguro loco, como suelo llamarle.
    La primera vez que le vi, creo que yo tendría unos diez años y era la primera vez que me montaba en la atracción El Canguro Loco. Tenía mucho miedo, ya que esos brazos que giraban, subían, bajaban y daban vueltas sin parar, me intimidaban muchísimo. De todas formas quise subir y eso hice. Me senté al lado de mi madre que, tras mucho insistir, accedió a subir conmigo. Observé cómo el revisor pedía los tickets y se aseguraba de que todo estuviera listo. Antes de que la atracción se pusiera en marcha, vi cómo un niño de mi edad se sentaba en los asientos de delante. Cuando ya estaba sentado, se dio la vuelta y se me quedó mirando fijamente con sus ojos oscuros. Después, empezó a reírse a carcajada limpia de mí. Supongo que mi cara debió de ser un poema aquel día, ya que tenía mucho miedo, pero el hecho de ver a ese niño reírse de mi temor, me dio fuerzas para no ponerme a gimotear y para soltarme del brazo de mi madre. Lo miré desafiante y le saqué la lengua, gesto que él me devolvió.
    Entonces, la atracción empezó a dar vueltas lentamente y ese niño fijó su vista al frente. Al principio, iba bien, no tenía miedo, pero cuando el brazo en el que estábamos mi madre y yo comenzó a subir y a bajar, un grito salió de mis labios y sin poder evitarlo, me agarré a mi madre mientras intentaba no soltarme de la barra de seguridad. Al oír mi grito, ese niño se dio de nuevo la vuelta y, al verme tan asustada, volvió a reír. Me enfadé mucho con él, tanto que tuve ganas de llorar, pero claro, no quería darle el gusto a ese mocoso de verme así.
    Al final me lo pasé bien y me gustó El Canguro Loco, pero me irritaba que ese niño se hubiera dado la vuelta constantemente para mirarme y reírse de mí.
    Al día siguiente, volví a montar y al otro también. El Canguro Loco se convirtió en mi atracción favorita, pero cada vez que me montaba, ese niño de pelo negro, también.

     No tardé en descubrir que él era hijo de los dueños de la atracción, por lo que podía subirse siempre que quisiera y sin pagar, lo que al principio me dio mucha envidia.

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