sábado, 14 de septiembre de 2013

Dame un motivo para sonreír :)

    Me he dado cuenta de que últimamente, la gente siempre está refunfuñando por algo, se quejan de lo que les ha pasado o porque no tienen algo que quieren. ¿Qué ganamos con eso? Con estar gruñones y tristones todo el tiempo. Nada. No ganamos nada, pero sí que podemos perder. Estando de mal humor puedes hacerle daño a alguien diciéndole cosas que en verdad no piensas; o quizá, no quieras salir de casa y te perdieras el que podría haber sido el mejor día de tu vida. Así que, hay que dejar a un lado todas esas caras largas y ver lo que nos rodea, ya que hay mucho por lo que estar feliz.
    Quién no sonríe al sentir el viento en la cara, la hierba bajo los pies descalzos y la calidez de los rayos del sol sobre la piel; o al hablar con una persona a la que echabas mucho de menos.
    Quién no sonríe al oír el canto de los pájaros, el susurro de las hojas mecidas por el viento, el romper de las olas en la playa, la risa de un niño... poder observar las nubes y encontrar formas en ellas.
    Quién no sonríe al conocer gente nueva, al ayudar a alguien sin esperar nada a cambio o al aprender algo nuevo.
    Quién no sonríe al escuchar la melodía de la canción que más nos gusta por la radio; o al ver el amanecer de un nuevo día y el atardecer de una nueva noche.
    Quién no sonríe al ver una estrella fugaz y darse cuenta de que no has podido pedir un deseo; o al pasar un día alocado con tus alocados amigos.
    Quién no sonríe al ver fotos de cuando eras pequeño y recordar viejos tiempos; o al acabar un día de instituto y saber que queda menos para que llegue el fin de semana.
    Quién no sonríe al sentir la sangre correr por nuestras venas, al aire llegando a cada parte de nuestro cuerpo o al oír los latidos de nuestro incansable corazón.
    Quién no es capaz de sonreír por estar vivo. Por poder ver todo lo que vemos, oír todo lo que oímos, hablar, sentir, imaginar, soñar... Todos son motivos para sonreír.
    No importa el día de mierda que llevemos, siempre habrá algo por lo que merezca la pena sonreír, cualquier pequeño detalle lo merece, pero son eso: pequeños detalles, por lo que hay que buscarlos y fijarse bien en lo que nos rodea para encontrarlos.
     La lista de motivos para sonreír es interminable, porque hay cientos, miles, millones... Hay infinitos motivos. ¿Cuáles son los tuyos?


viernes, 6 de septiembre de 2013

Como una montaña rusa

    El amor es como una montaña rusa. Cuando sabes que ya es tu turno de subir, sientes un hormigueo en el estómago que no tarda en extenderse por todo tu cuerpo, no puedes quedarte quieta, las manos te sudan y sonríes a cada instante, nerviosa. Te subes en la vagoneta y los nervios aumentan con cada segundo que pasa y, al igual que cuando te enamoras por primera vez, tienes miedo. No sabes qué pasará cuando la atracción empiece a funcionar, empiezas a pensar que todo saldrá mal y en el último momento, hay un impulso dentro de ti que dice que te vayas, que des media vuelta y no vuelvas, pero ya es demasiado tarde, la atracción empieza a moverse y los nervios siguen ahí, pero ahora van acompañados por esa asfixiante sensación de miedo. La primera vez que te subes a una montaña rusa, estás asustado, no sabes qué pasará y con cada sacudida de la vagoneta tu corazón parece que se detiene. Antes de que te des cuenta, ya ha acabado. Estás donde estabas antes, la atracción se ha detenido y has llegado al final. Tu corazón late desbocado y una parte de ti se desmorona porque ya no hay más, pero entonces sonríes y te das cuenta de que el miedo ya no está ahí, de que quieres volver a montar, porque ya sabes a lo que te enfrentas y sabes que por muchos vuelcos que dé tu corazón durante el trayecto, al final vas a sonreír y estarás bien.
    El amor es como una montaña rusa, tiene sus subidas y sus bajadas y al principio, da miedo… Sí, tenemos miedo de enamorarnos. Pero siempre te das cuenta de que merece la pena y que aunque a veces lo pases mal, al final vas a estar bien.

    Cada montaña rusa es diferente y no sabes lo que te espera al subir, pero sí lo que tienes al bajar: una vigorizante sensación en el pecho con la que sientes que vas a explotar de alegría y un bonito recuerdo con el que sonreirás cada vez que lo rememores.


lunes, 2 de septiembre de 2013

No quiero dejar de oír la música

    La música me envuelve por completo. Escucho la melodía y canto la letra de la canción que tantas veces he escuchado y que me sé de memoria. La gente a mi alrededor  canta también, uniendo sus voces a la de los demás, a la mía, a la del cantante que está sobre el escenario. Las voces se oyen como una sola. Estiro mis manos hacia arriba, hacia el cielo cubierto de estrellas y veo cómo más gente hace lo mismo que yo, como si al estirar el brazo pudiéramos estar más cerca del cantante, más cerca de la música. En un momento en el que la voz deja de oírse y solo se oyen los instrumentos, grito y aplaudo sin parar, a pesar de que la canción no ha acabado todavía. Mi corazón late con fuerza, sintiendo cada nota, recordando cada gesto. La multitud me rodea y canta y baila y grita a mi alrededor. El calor de tantos cuerpos en movimiento me sofoca, pero solo me centro en la música que sale de los altavoces, haciendo temblar el suelo con cada nota grave, haciendo que mi cuerpo reaccione saltando una y otra vez. Sigo mirando al escenario y vuelvo a cantar con todos los demás. Las luces de colores me ciegan, los focos apuntan en todas direcciones, pero en el centro del escenario, en el centro de esa tormenta de luz y color está él. Él con su voz y una guitarra en sus manos, él cantando una de mis canciones favoritas, él haciendo que mi corazón estalle de alegría, él que me saca una sonrisa al oír su voz… Él, que ha sido capaz de reunir a tantas personas de diversos lugares solo por una razón: la música. Cada uno de nosotros tenemos unos gustos que nos diferencian y nos definen, pero a todos nos une lo mismo.
    Un último golpe de guitarra suena y toda la multitud salta como loca, grita y aplaude mientras las últimas notas resuenan en los altavoces. Las luces se apagan por un momento y al segundo siguiente, la música vuelve a sonar. Esta vez la melodía es lenta, anunciando una canción de amor. Sin dudarlo un instante, todas las manos están en el aire moviéndose de un lado a otro a la vez, siguiendo el compás. Mis manos se levantan en el aire y mi voz se une a la de los demás. No quiero que esto acabe, no quiero dejar de oír la música, no quiero dejar de sentirme completa con unos completos desconocidos que de alguna forma se me hacen familiares…
    Dejo que la música llene cada poro de mi piel y simplemente, me dejo llevar.


domingo, 1 de septiembre de 2013

La tormenta

    El retumbar de un trueno la despierta en mitad de la noche. Se siente desorientada y perdida y no es hasta que encuentra a su querido osito de peluche entre las sábanas cuando se siente segura. Sus ojos se acostumbran a la oscuridad que reina en su habitación sumiendo todas sus cosas en penumbra, haciendo que sienta miedo de todo lo que le rodea, de todo lo que le es tan familiar.
    El rugido de la tormenta que hay fuera le hiela la sangre, las gotas de agua chocan una y otra vez contra el cristal de su ventana como si intentaran hacerse paso hacia el interior, y el viento sopla contra las persianas subidas como si fuera un alma en pena, aullando, lamentándose. Pero sin duda alguna, lo peor de todo, lo que más le asusta, son los truenos, los relámpagos, los rayos... Esos fogonazos de luz que la ciegan por un instante, seguidos de una explosión de sonido que hace temblar todo su cuerpo, acelerando los latidos de su corazón. Es como si el cielo se estuviera partiendo en dos, como si se estuviera rompiendo.
    Se sienta sobre su cama y estira el brazo para encender su lámpara de noche, buscando algo de luz. "CLICK", pero no ocurre nada. "CLICK", "CLICK", la luz no se enciende. Ha habido un apagón.
    Reúne un poco de valor para mirar al exterior, al otro lado de la ventana, a la tormenta que la mantiene despierta y asustada, pero apenas consigue distinguir nada. Las farolas de su calle están también apagadas, nubes negras se ciernen sobre la ciudad mientras dejan caer esas gotas de agua para que se choquen contra el asfalto, los coches, las casas... Todo es negro, oscuro, sin color. Negro sobre negro y agua sobre agua. No se ve la tormenta salvo cuando un rayo la ilumina con su resplandor blanco, eléctrico, rápido, pero la niña no quiere verla.
   Asustada, vuelve a esconderse entre las sábanas, abrazándose con fuerza a su oso de peluche para que le dé fuerzas, escondiendo la cara en la almohada para no ver la lluvia estrellarse contra su ventana, ignorando esas explosiones que la hacen estremecer... Solo esperando a que todo acabe, a que las nubes se alejen y dejen paso a la luna y las estrellas para iluminar el mundo.
    Con el pensamiento de que todo va a acabar y que el sol volverá a salir, la niña se duerme en mitad de la tormenta.


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