Han pasado los años y “El Canguro Loco”
siempre ha venido a mi pueblo, siempre me he montado al menos dos o tres veces
por día y siempre, ese niño se ha sentado delante de mí. Ya no le guardo rencor
como cuando era pequeña y cada que vez que se da la vuelta y me sonríe, yo le
devuelvo la sonrisa, contenta. Creo que me he acabado enamorando de él, pero me
repito a mí misma una y otra vez que eso no puede ser. Nunca he hablado con él
y solo le veo una vez al año, mientras que el resto del tiempo, él viaja de
ciudad en ciudad pasando por todas la ferias posibles, conociendo a mucha gente
y viendo muchos caras nuevas. Por lo que ni siquiera sé si él se acuerda de mí
cada vez que me monto en “El Canguro Loco”. Sin embargo, cada vez que me
sonríe, algo dentro de mí me dice que sí, que me recuerda, y que esa sonrisa es
solo para mí.
Ahora tengo diecinueve años y me encuentro
delante de mi atracción favorita. Las brillantes y parpadeantes luces del
“Canguro Loco” me sacan una gran sonrisa, como cada año. Tengo el ticket ya en
mi mano, y estoy esperando a que nos toque el turno de subir a mi amiga y a mí
mientras me termino mi bola de dulce algodón de azúcar. Me fijo en todos los
asientos mientras dan vueltas y más vueltas buscándole a él, pero no está en
ninguno de ellos.
Cuando la atracción se detiene, mi amiga y
yo nos apresuramos a coger sitio. Abrochamos el cinturón y bajamos la barra de
seguridad. Rápidamente, los demás asientos se llenan, pero yo solo miro
alrededor, esperando ver a ese chico de pelo negro sentarse delante de
nosotras. Y ahí está. Revisando que todo esté en orden. Cuando termina, pasa veloz
por mi lado y se sienta delante de nosotras, junto a dos chavales que creo que
no conoce de nada. En cuanto ajusta la barra de seguridad, se da la vuelta y me
mira con sus ojos negros. Esta vez, soy yo la primera en sonreír y mi sonrisa
se ve correspondida por la suya. La sonrisa más bonita y sincera que haya visto
nunca.
La atracción se pone en marcha y una vez
más, me lo paso genial, como si fuera una niña chica que se monta por primera
vez sin miedo.
“El Canguro Loco” se para demasiado pronto
para mi gusto. Cada vez se me hace más corto el viaje, del cual casi no me
entero, ya que estoy pendiente del chico que hay delante de mí, esperando a que
se dé la vuelta para poder ver esos ojos negros y esa sonrisa.
Me bajo sin apenas sentir las piernas y me
parece que voy dando tumbos de un lado para otro, pero unos segundos después
mis piernas responden correctamente.
Mi amiga y yo nos ponemos a buscar otra
atracción en la que montarnos, aunque yo preferiría subir de nuevo en “El
Canguro Loco”.
-Perdona – dice una persona mientras me da
suaves golpes en el hombro.
Al darme la vuelta, me encuentro con los
ojos negros de ese chico con el que nunca he hablado y al que siempre he
querido decirle algo, pero nunca he tenido el valor suficiente para hacerlo.
Sin embargo, ahora él está ahí, hablándome. Le sonrío tímidamente.
-Creo que se te ha caído esto – me dice y
levanta la mano para mostrarme unas llaves – ¿Son tuyas?
Enseguida reconozco el llavero, pero aún
así me llevo las manos a los bolsillos. No, mis llaves no están.
-Sí, son mías – digo extendiendo mi mano
para cogerlas – Gracias. Sin ellas no puedo entrar a mi casa.
-No hay de qué – dice, mostrando esa
sonrisa que tanto me gusta y que tanto he llegado a conocer en todo este tiempo
– Nos vemos por ahí.
Apenas consigo decirle un tímido adiós. Lo
observo hasta que desaparece entre la gente y entonces una sonrisa desconocida
para mí aparece en mi rostro. “Me ha hablado”, pienso mirando mis llaves, que
antes han estado en sus manos.
Vuelvo a caminar al lado de mi amiga, pero
mi cabeza está a miles de kilómetros de distancia en este momento.
“Él ya me ha hablado, ahora tengo que
hablarle yo. Tengo que dar el siguiente paso” pienso sin dejar que esta sonrisa
abandone mis labios.