Nos abrimos
paso entre la maleza del bosque, que cada vez es más espesa y donde la luz del
sol apenas logra colarse entre las hojas de los árboles.
-No entiendo
cómo puede tener tan mala fama este bosque – dice Erlan, que va delante de mí.
Le he tenido que quitar las cadenas para que pudiera avanzar mejor entre las
ramas y los árboles –. No tiene nada de peligroso – dice mientras se
desengancha la andrajosa camiseta de un arbusto.
-Eso es porque
estamos teniendo suerte – digo siguiendo sus pasos –. Nadie que se haya
adentrado en este bosque ha salido jamás y dicen que aquí viven unas criaturas
horribles.
-¿Qué
criaturas?
-Nadie lo sabe,
porque nadie ha salido de aquí para contarlo – repito.
Seguimos
caminando y poco a poco, casi sin darnos cuenta, la estética del bosque va
cambiando: los árboles son más verdes y están más separados entre sí y pequeños
rosales sustituyen a las zarzas. Unos pasos más adelante, encontramos un amplio
claro en el que crecen unas preciosas flores de pétalos dorados que reflejan
los rayos del sol descomponiéndolos en los colores del arco iris.
-¿Estas son las
flores que buscas? – me pregunta Erlan.
-Creo que sí –
le digo sin estar muy convencida.
Cojo un par de
ellas y las guardo en un tarro de cristal que traía conmigo. Volvemos por donde
hemos venido, dejando el maravilloso claro a nuestras espaldas.
-Tampoco ha
sido tan horrible – dice Erlan unos segundos después.
-La verdad es
que no sé qué pensar – le digo –. Me esperaba otra cosa. No sé… monstruos,
plantas carnívoras…
Un potente
rugido me interrumpe a media frase. Los dos nos quedamos quietos en el sitio. El
aire vibra a nuestro alrededor y el suelo tiembla ligeramente bajo nuestros
pies.
Un segundo
rugido nos hace reaccionar y echamos a correr como locos, sin una dirección concreta,
sólo guiados por el miedo.
-Mierda – murmura Erlan cuando nos
encontramos con una pared de piedra delante de nosotros.
Estamos
atrapados. Empiezo a asustarme de verdad. Camino de un lado a otro sin saber
dónde quedarme quieta, buscando algún escondite. Y la cosa que nos sigue está
cada vez más cerca.
-¿Nos subimos a
un árbol? – le pregunto con voz temblorosa.
-Si lo que nos
sigue es lo que creo que es – dice –, no
nos servirá de nada.
-¿Y qué crees
que es? – le pregunto, aunque prefiero no saberlo.
-Un Gahzie – me
dice y la alarma que oigo en su voz me asusta todavía más –. Son ciegos, pero
tienen un olfato y un oído muy desarrollados, por lo que te escondas donde te
escondas te acaban encontrando.
-¿Y no podemos
hacer nada? – le pregunto desesperada.
-La única
opción que tenemos es luchar contra él, pero sin ningún arma lo veo muy
complicado.
-¿Con esto
servirá? – le digo tendiéndole la daga que llevaba en el cinturón.
-Esperemos que
sí.

A partir de
aquí, apenas me entero de lo que ocurre. Erlan y el Gahzie se mueven de un lado
a otro atacándose y yo no sé qué hacer. Entonces mi mirada se fija en unas grandes
rocas que hay en un saliente de la pared. Si pudiera llegar hasta ellas y
hacerlas caer… podría aplastar al Gahzie, aunque también a Erlan. Esa imagen
hace que me maree.
No lo pienso
más y empiezo a escalar por la pared de roca, pensando únicamente en llegar
hasta arriba y acabar con esta pesadilla.
-¡Adriana! ¿Qué
haces? – me grita Erlan desde abajo, alarmado - ¡Estás loca!
-¡Calla y
entretenlo!
Busco un palo
con el que poder hacer palanca y conseguir arrojar las rocas. Por suerte encuentro
uno, lo coloco bajo la piedra y empujo.
-¡Adriana,
cuidado! – me grita Erlan desde abajo.
Alzo la vista y
entonces, cuatro púas del Gahzie se clavan en mi cuerpo. Al principio no noto
nada, pero poco a poco el veneno empieza a hacer efecto y comienza a dolerme la
cabeza y a temblarme las manos. Ignoro el dolor y hago acopio de mis últimas
fuerzas para tirar las rocas. Al tercer intento, caen por el precipicio. El
dolor aumenta y siento como si me estuvieran clavando cuchillos al rojo vivo
por todo el cuerpo. Al final, todo se vuelve negro a mi alrededor.
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